miércoles, 21 de abril de 2010

Capítulo 9: Los chicos no lloran

Después del incidente de la fiesta de la piscina, Samuel se dio cuenta de que jamás había visto llorar a sus amigos a excepción de Tomás, que no tenía ningún reparo en mostrar su tristeza de la forma más natural que tiene el ser humano: con lágrimas. Luego pensó que sus amigos tampoco le habían visto a él llorando. Ni siquiera cuando Rita le dejó. Hubiera sido un buen momento para expresar su dolor pero no se permitió derramar ni una sola lágrima, y menos delante de sus amigos. Se preguntó por qué. Sin tener que pensarlo demasiado, dio con una respuesta sencilla pero abrumadora a la vez: a los niños no se les educaba para que mostrasen ciertos sentimientos y el llanto era sinónimo de debilidad. Y un hombre debía ser fuerte. Samuel quiso saber si aquél rasgo de la masculinidad mal entendida se daba en todas las cultural, así que se acercó a su ordenador y se conectó a internet. Jamás había usado aquella herramienta de información con tanta asiduidad con la que lo estaba haciendo desde que descubrieron la homosexualidad de Tomás. Samuel pensó que aquel hecho no sólo los había convertido en mejores amigos, sino que le había obligado a plantearse muchísimas cosas que hasta aquel momento no se le habían pasado por la cabeza.
Fue introduciendo algunas órdenes de búsqueda y navegando por las páginas, evitando lo que en documentación se conoce como “ruido”. Al ser experto en el tema, Samuel sabía que la cantidad de información era tan grande que debía evitar aquellas entradas que supusieran una pérdida de tiempo al no contener información relevante que le sirviera para su particular investigación. Pronto descubrió un artículo que exploraba las concepciones de la masculinidad a lo largo del planeta y encontró algunos hechos que le sorprendieron. Según el estudio, en algunas regiones, los ritos para alcanzar la edad adulta y convertirse en un verdadero hombre eran realmente salvajes, torturas en las que los jovencitos no podían demostrar ningún tipo de dolor. Sólo así se convertían en auténticos hombres. Mientras iba leyendo, respiró aliviado por la suerte que había tenido al nacer en España. Pero, al final de la página, se daba una conclusión bastante inquietante. A pesar de que los ejemplos escogidos eran extremos, el estudio explicaba que en la mayor parte del planeta, la masculinidad se entendía como algo que hay que alcanzar y que es independiente de la anatomía de los hombres.
Samuel se echó hacia atrás y puso las manos detrás de la cabeza, entrelazando los dedos. Recordó cómo de pequeño su madre le insistía en que era muy importante cumplir con el servicio militar, pues era la única manera de convertirse “en un hombre”. Por lo tanto, a pesar de haber nacido en España, Samuel había sufrido una educación que le había sesgado algunos rasgos humanos por el simple hecho de haber nacido varón.
En su oficina, César recibió la llamada de su jefe. Había estado temiéndola durante todo el día y, a esa hora, ya pensaba que quizás no se produciría. El impacto de sus tres últimas campañas publicitarias había sido nulo, y en aquel mundo tan feroz y competitivo, podía significar quedarse en la calle. César fue hasta el despacho de su jefe y cerró la puerta tras él. Luis le indicó con una mano que se sentara y él obedeció. Aquel gesto sin palabras era augurio de algo negativo. Luis estuvo una hora dándole un sermón a su empleado sobre la política de la empresa y sus valores, hasta que al final decidió que le daría una oportunidad a su mejor empleado porque había tenido muchos más éxitos que fracasos. Sin embargo, le hizo saber que sospechaba que su talento creativo se estaba agotando. César salió del despacho hecho una furia. Se sentía avergonzado, humillado y dolido. Pero, en lugar de encerrarse y echarse a llorar para aliviar la tensión y liberar sus sentimientos, empezó a golpear todo lo que tenía alrededor. Cuando entró su secretaria, asustada por el ruido, César le gritó que se largara, y luego tiró un pequeño pisapapeles contra la puerta. Al momento se arrepintió de pagar su frustración con su secretaria pero algo le impedía salir y pedirle perdón. César se quedó allí encerrado hasta que todo el mundo se había ido.
Tomás había quedado con su amigo Daniel para explicarle lo que había ocurrido en la fiesta. No había querido contárselo por teléfono. Por alguna razón, le daba vergüenza no ver su reacción. Cuando llegó a la cafetería, Daniel ya le estaba esperando mientras tomaba un café solo. Tomás pidió un té con limón y se sentó frente a su amigo. Después de preguntarse cómo estaban, el actor le explicó el desagradable incidente de la fiesta. Daniel no daba crédito a lo que estaba oyendo y se culpó por haberles presentado.

-No es culpa tuya- dijo Tomás.

-Sí, yo no sabía que estaba hablando de tu amigo. Me dijo que si había oído hablar de un tipo que había en la fiesta, atractivo y sin pluma. No sé por qué pensé en ti inmediatamente. No se me ocurrió que podía estar hablando de tus amigos heteros.

-¿Y por qué pensaste en mí? Había muchos gays en la fiesta- preguntó Tomás extrañado.

-Sí, pero tú eres el único sin nada de pluma. Eres un auténtico machote- dijo Daniel riéndose.

Tomás sonrió pero por dentro pensó que no sabía exactamente qué significaba eso. Él no se consideraba más hombre que el resto de los homosexuales y tampoco sabía qué hacía a un hombre más macho que otro. Pensó en sus amigos de toda la vida. Al ponerlos los tres en fila en su mente, inmediatamente identificó a César como el más masculino de todos ellos. Se preguntó por qué. César tenía los rasgos más marcados de los cuatro, era competitivo, fuerte, atlético, agresivo, seguro de sí mismo, triunfador, mujeriego. Cuando Tomás se dio cuenta de que no había definido a su amigo con ningún adjetivo que mostrara sensibilidad o corazón, se asustó. ¿Qué les habían inculcado sus padres? ¿Era por eso por lo que la gente pensaba que los gays eran menos hombres que los heterosexuales?

-¿Te pasa algo?- dijo Daniel.

Tomás se dio cuenta de que tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados. Miró a Daniel con una falsa sonrisa.

-No, nada.

Ajeno a todo esto, Elías estaba en su casa tirado en el sofá mientras veía la televisión, uno de sus pasatiempos favoritos, cambiar de canal sin ton ni son sin llegar a ver ningún programa más de cinco minutos. Estaba entretenido apretando los botones de su mando a distancia cuando sonó su teléfono móvil. Miró la pantalla y vio el nombre de su hermana. Con un suspiro, abrió la tapa del teléfono y lo colocó junto a su oído.

-¿Sí?

Al otro lado, Elías solo podía oír unos gemidos ahogados. Se incorporó en el sofá como impulsado por un resorte.

-¿Luisa? ¿Luisa, estás bien?- dijo Elías preocupado.

-Elías...- fue lo único que pudo decir su hermana antes de echarse a llorar, esta vez sin ningún pudor.

-Luisa, me estás asustando. ¿Qué pasa?- dijo Elías alterado.

-Mamá ha muerto- dijo Luisa de un tirón antes de llorar desconsoladamente.

Elías se quedó paralizado mientras asimilaba la información. Su madre, relativamente joven, había muerto sin que él pudiera decirle nada de todo lo que siempre se había quedado en el tintero. Sobre todo, se arrepentía de no haberle dicho que la quería más a menudo, y planeó por su cabeza la duda de si su madre sabía lo mucho que él la quería. Cuando colgó el teléfono después de quedar más tarde con su hermana, Elías lo dejó a su lado en el sofá y apagó la televisión. Se quedó allí sentado sin mover un músculo mirando al infinito. Estaba destrozado por dentro, pero no había más señal de su dolor que su aparente estado vegetativo.

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