jueves, 15 de abril de 2010

Capítulo 6: Ellos también fingen

Por la noche, más animados después de las copas que se habían tomado, decidieron ir a un pub a tomar la última. La única manera en la que los hombres muestran su afecto físicamente es cuando el alcohol ha mellado su inhibición. Se abrazan, se pasan la mano por los hombros e incluso juguetean entre ellos. El resto de las veces a los más que llegan es a darse unas palmadas en la espalda, salvo en ambientes deportivos, donde se atreven incluso a golpear suavemente el culo de su compañero de equipo. Samuel iba pensando en todo eso mientras caminaba un poco rezagado del grupo para observarles mejor. No podía entender por qué les habían educado para esconder sus sentimientos hacia los amigos y no mostrarlos más allá de un frío saludo. Supuso que todo era debido al miedo del hombre heterosexual a que lo etiquetaran de gay y se preguntó desde cuando una postura tan antinatural se había adueñado de las convenciones sociales. Cuando era pequeño, él tenía un perro, al que llamaban Sam, abreviatura de su propio nombre. Su perro jugaba con los demás canes de su barrio retozando alegremente, se revolcaban por el suelo, se olían todo el cuerpo (incluido el culo), y nadie parecía alarmarse. Sin embargo, si un hombre demostraba abiertamente su afecto por una persona de su mismo sexo, sin que mediara ninguna atracción, se le clasificaba inmediatamente como homosexual. Y como la homosexualidad se consideraba la antítesis de la masculinidad, pues los hombres procuraban mostrarse lo menos cariñosos posible. Poco a poco, afortunadamente, eso estaba cambiando, pero Samuel no pudo evitar pensar en la suerte que tenían las mujeres de poder mostrar su cariño por otra mujer sin que fuera algo negativo, y eso, concluyó, favorecía sus relaciones y las convertía en personas más humanas y empáticas.
Entraron en un bar bastante animado y fueron directamente a la barra para pedir las bebidas. A la izquierda, al fondo del local, había una diana electrónica, y Elías propuso que echaran una partida. Él era un ferviente seguidor y practicante de aquellos deportes donde la actividad física brillaba por su ausencia. Los dardos, el billar y el futbolín no tenían secretos para él. A pesar de que sabían de antemano quién iba a ganar, aceptaron la proposición de su amigo y fueron hasta la máquina. El primero en tirar fue Samuel. De los tres intentos que tenía no consiguió clavar ninguno de los dardos. A él se le daban mejor los juegos de mesa como el trivial pursuit o el scatergories, cualquier cosa que no implicara destreza física. Se apartó de la zona de tiro con la cabeza agachada esperando que nadie hubiera visto su estrepitoso fracaso. Sin embargo, una mujer se le acercó y le tocó el hombro. Cuando levantó la vista, vio a una joven con el pelo largo y moreno y unos ojos de color castaño que le miraban interrogantes.

-Perdona- dijo la mujer- Tú eres bibliotecario ¿verdad?

Samuel se sorprendió de que la mujer supiera a qué se dedicaba. Intentó recordar su cara, su cuerpo paseando por los pasillos de la biblioteca en busca de algún libro, pero no pudo.

-¿Te conozco?- dijo él.

-Bueno, no exactamente. Solía ir mucho a la biblioteca cuando era estudiante. Hace casi un año y medio que no voy.

-¿Y te acuerdas de mí?- preguntó Samuel arrepintiéndose inmediatamente de extrañarse de que una mujer le guardara un lugar en su memoria. Daba muy mala impresión.
La mujer se rió y le miró con ternura. Luego se presentó. Se llamaba Nuria y había estudiado derecho. Trabajaba como becaria en una gran empresa, intentando hacer méritos para que la contratasen. Estaban hablando distendidamente cuando Elías se acercó y le comunicó que era su turno tendiéndole los dardos. Samuel le asesinó con la mirada para después declinar cortésmente la oferta. Pero su amigo insistió.

-Estoy hablando- dijo Samuel señalando a Nuria.

-Hola. Soy Elías.

-Nuria

Samuel se disculpó por su falta de modales y le dijo a la joven que le disculpara un momento, que tenía que lanzar los dardos o sus amigos no se lo perdonarían jamás.

-No te preocupes, ve. Acaba la partida. Estoy ahí con mis amigas- dijo ella señalando a unas chicas.

Quince minutos después, Elías se hizo, por fin, con el triunfo, y Samuel se alejó de sus amigos para volver a hablar con Nuria. Sin embargo, sus amigos le siguieron y se auto-presentaron. Empezaron a hacer grupos donde charlaban animadamente mientras bebían. Después de un buen rato, y comprobando que Samuel no captaba sutilezas, Nuria se acercó y le besó suavemente en los labios.
Dos horas más tarde, Samuel estaba entrando por la puerta de la casa de Nuria. Ella le había dicho que le invitaba a la última pero, aunque no era muy bueno cogiendo indirectas, sabía que aquella noche tendría sexo. Inmediatamente se acordó de su última aventura frustrada y se preguntó si le pasaría lo mismo.
-No hagas mucho ruido, mis compañeras están durmiendo.- dijo Nuria.
En ese instante, Samuel cayó en la cuenta de que no sabía la edad de Nuria. Hizo memoria. Había dicho que estudió Derecho, que son cuatro años. Si había empezado la carrera con dieciocho, la habría acabado con veintiuno. Y si hacía un año y medio que no pisaba la biblioteca, justo cuando había acabado la carrera, significaba que, como mucho, tendría veintitrés años. Otro hombre se hubiera vanagloriado de haber conquistado, sin esfuerzo, a una chica tan joven. Pero ése hombre no era Samuel. De pronto, se puso muy nervioso.

-Toma- dijo Nuria mientras le tendía una copa y se sentaba en el sofá.

Samuel se sentó a su lado pero un poco apartado.

-Ven aquí- dijo Nuria- No muerdo.

Samuel se deslizó unos pocos centímetros, pero aún estaba bastante lejos de ella. Nuria, pensando que su ligue era el más tímido con el que había estado, dejó su vaso en el suelo y se lanzó sobre él, besándole apasionadamente. Su mano le rozó el muslo derecho y luego fue a parar a la entrepierna de un excitado Samuel. Cuando notó lo que había allí, apartó su cara de la del bibliotecario, le miró con una ceja levantada y sonrió con malicia. Se levantó y arrastró a Samuel hasta su habitación. Allí, cerró la puerta con el pie mientras le quitaba la camisa. Lo tumbó sobre la cama y le fue bajando los pantalones. Con una boca experta, Nuria supo extender al máximo el sexo de Samuel y le colocó, con una rapidez sobrenatural, un preservativo. Luego, se subió encima y empezó a menear las caderas. La experiencia de Nuria empequeñeció a Samuel. Aunque estaba excitado, le costaba digerir que una persona tan joven le diera cien vueltas en cuestiones de alcoba. La muchacha subía y bajaba aumentando el ritmo de los vaivenes, y no dudó en coger las manos de Samuel y colocarlas en sus firmes pechos. Para sorpresa del bibliotecario, Nuria se llevó una mano a su entrepierna y se masturbó sin dejar de moverse frenéticamente. Muchas veces, Samuel se había masturbado fantaseando con una mujer atrevida que le dirigiera, pero siempre se la había imaginado mayor que ella. Y una cosa era la imaginación y otra muy distinta, la realidad. Pensó en la cantidad de hombres que hubieran matado por estar en su lugar, así que intentó relajarse y disfrutar. Justo cuando dejó su mente en blanco, notó los impulsos de la eyaculación. Nuria se retiró soltando un gran suspiro de felicidad.

-Ha sido bestial- dijo ella.

Samuel se quedó tumbado mirando el techo blanco de la habitación de la chica. Por primera vez en su vida, no había sentido nada de nada.

-¿Qué tal?- dijo Nuria mirándole.

-¡Uf!- fue lo único que alcanzó a decir.

Cerca de donde estaban, Tomás agradeció a las dos amigas de Nuria que le hubieran acompañado a otro bar a tomarse otra cuando sus amigos se habían ido. Al salir del pub, se despidió de ellas. Fue a darse la vuelta para irse cuando la voz de una le detuvo.

-¿Qué tal si vamos a tu casa?

Tomás vio que las chicas estaban tocándose sutil pero claramente, invitándole a formar un trío. Lo primero que se le pasó por la cabeza era lo espabiladas que estaban las veinteañeras hoy en día. A su corta edad, un trío le parecía algo de viciosos. Conforme fueron pasando los años, lo había hecho en un par de ocasiones, siempre como invitado y con otros dos hombre, pero con veintipocos nunca pensó en llevarlo a cabo. Y ahí estaban esas dos jovencitas, que en otro tiempo hubieran sido unas guarras, muy seguras de lo que querían y de cómo lo querían. Tomás abrió la boca para explicarles que era gay, pero se detuvo antes de emitir sonido alguno. Suspiró y luego, mintió.

-Tengo novia- se sorprendió diciendo.

-No nos importa- dijo la otra.

Tomás no sabía si reírse por la situación o darse cabezazos contra la pared por no haber disfrutado de sus veinte años como lo hacían aquellas dos alegres salidas.

-Lo siento- dijo dándose media vuelta.

Se fue pensando en por qué había dicho que tenía novia y se descubrió pensando que lo había hecho para que no se sintieran ridículas al ofrecerse a un homosexual en bandeja. El actor pensó que los papeles habían cambiado. Las mujeres ya no tenían que fingir su atracción por un hombre ni sus ganas de sexo, y los hombres estaban aprendiendo a no herir el orgullo femenino.
Mientras tanto, Elías se fue a casa solo. Como no tenía sueño, se preparó un pequeño tentempié y se sentó a ver la tele. Mientras iba pasando de canal en canal, se lamentó de la programación. Tan sólo habían comerciales que intentaban que te sintieras a disgusto con tu cuerpo y te prometían una máquina con la que tener unos abdominales perfectos sin el menor esfuerzo. Cuando llegó a uno de los canales locales, vio que estaban echando una película pornográfica. La imagen que vio le impactó. Un hombre estaba penetrando a una mujer mientras otra le metía el dedo en el ano. El actor no dejaba de gemir de placer y Elías se preguntó si sería real o merecía una candidatura al Goya. Se dio cuenta de que su pene se había endurecido con las imágenes, así que decidió no desaprovechar la erección. Se bajó los pantalones y comenzó a masturbarse. Al poco tiempo, se le ocurrió probar a meterse un dedo en el recto. Aunque había tenido una experiencia homosexual hacía años, él acabó penetrando al otro y no disfrutó como lo hacía cuando se acostaba con una mujer, así que desechó la idea. Pero la imagen del actor porno con la expresión contraída por el placer le animó a probar. Se deslizó un poco en el sofá y subió las piernas. Luego, sin dejar de masturbarse, introdujo un dedo en su ano y, despacito, fue profundizando más y más. Notó que su dedo rozó con algo en el interior y una sacudida le hizo temblar de pies a cabeza. Siguió estimulando aquella zona mientras su mano bajaba y subía por su pene, sin dejar de mirar la película. Cuando el actor terminó su papel, las dos actrices se lo empezaron a montar entre ellas, lo que excitó muchísimo más a Elías, que no pudo evitar eyacular mientras jadeaba pesadamente. Cuando se relajó, no sabía qué era lo que había en el ano que aumentara tanto el orgasmo, pero no le extrañó que su amigo Tomás se hubiera decantado por acostarse con tíos.

-¿Los heteros sabrán esto?- se preguntó en voz alta.

Pero supo que jamás compartiría lo que acababa de hacer. Le daba igual decir que se había follado un tío pero reconocer que se había metido un dedo en el culo era harina de otro costal. Y entonces se preguntó en cómo haría para convencer a la próxima tía con la que se acostara para que le metiera el dedo sin que pensara que era un desalmado.
Más tarde, César se fue a su casa. Pero no lo hizo sólo. Aunque las amigas del rollete de Samuel estaban de buen ver, él prefirió abordar a una de su edad que le observaba discretamente desde el otro lado de la barra. Sabía que iba a ser más difícil, pero a César le gustaban los retos. Después de un rato de conversación, el publicista se dio cuenta de que sus amigos se habían marchado. Recordó con dificultad, con imágenes confusas, que fueron despidiéndose de él. Claro que César estaba a lo que estaba y cuando se concentraba en una cosa, sólo existía esa cosa. Le pasaba en todos los aspectos de su vida. Él funcionaba así. Si dirigía todo su esfuerzo hacia un sólo objetivo, rara vez no lo conseguía. Y aquella mujer, que respondía al nombre de Elisa, no era una excepción. La mujer se maravilló cuando vio el amplio loft de su ligue. A la derecha, apartado y solo, estaba el piano que su tía le había regalado cuando cumplió los diez años. Un impresionante instrumento que César rara vez tocaba, y que usaba más para impresionar a las mujeres que para extraer música de él. Por alguna razón, las mujeres se excitaban cuando veían el piano y se enteraban de que sabía tocarlo, que no era un simple adorno. El publicista tenía la teoría de que eliminaba sus defensas, como si pensaran que un hombre que toca el piano es sensible, tierno y que nunca les va a hacer daño.
César, que sabía leer los cuerpos de las mujeres mejor que los carteles de tráfico con letras enormes, supo que la mujer ardía en deseos de que la tomara allí mismo. Y fue a tiro hecho. Los jadeos que emitía Elisa mientras recorría con su lengua su zona más íntima eran como música celestial para él. Siempre sabía cuándo era el momento de penetrar a una mujer. Pocos conocían el arte de la preparación mejor que él. Sin frenar su actividad, se colocó un condón y, cuando menos se lo esperaba, se introdujo en su interior. Le encantaba cuando las mujeres expresaban la placentera sorpresa que les invadía cuando las tomaba desprevenidas. Después de un rato amándose físicamente, Elisa explotó en un intenso orgasmo. Sus leves sacudidas vaginales hicieron que César alcanzara el orgasmo. Una vez recuperado el resuello, Elisa se incorporó para mirar a su experto amante mientras éste se retiraba. La mujer no esperaba lo que vio a continuación. Se fijo en que el preservativo que cubría el miembro de César estaba inmaculado.

-¿No te has corrido?- preguntó incrédula.

César no entendió la pregunta. Había sido un orgasmo que bien se podría haber comparado con un fuerte terremoto. Pero cuando miró extrañado a su entrepierna vio a lo que se refería Elisa. No había semen en el condón. No había nada.

-¿Te has hecho la vasectomía?- preguntó Elisa.

-No- respondió César encogiéndose de hombros. Inmediatamente se arrepintió y quiso arreglarlo.- Digo... sí. Sí. Hace un par de años.

Elisa le miró enfadada y se levantó de la cama. Su mentirijilla no había colado y ahora estaba dolida y avergonzada. Sin decir una palabra, se fue de la casa del publicista. César no entendía nada. Había tenido una orgasmo de esos que hacen historia y con los que comparas el resto de los orgasmos de tu vida. Sin embargo, no había eyaculado ni una triste gota de semen. Se había visto obligado a fingir para no herir los sentimientos de la mujer, pero no había sabido reaccionar a tiempo. De todas maneras, pensó César, aunque le hubiera jurado que había tenido un súper-orgasmo, no me habría creído. Por primera vez en su vida se dio cuenta de que el semen no era una prueba de orgasmo irrefutable.

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