jueves, 8 de abril de 2010

Capítulo 4: Poderoso caballero

Samuel había quedado con sus amigos para comer. Hacía varios días que no se veían y tenían muchas novedades que contarse. Sobre todo ahora que se lo contaban todo de verdad. Entró en el restaurante vegetariano que había elegido Tomás, decorado como si fuera un yate de lujo, cosa que Samuel no entendía, ya que la decoración le sugería pescado, no lechuga, y buscó a sus amigos con la mirada. Sabía que los tres estaban allí porque llegaba tarde. Pero no era culpa suya. Su compañera de trabajo, la que atendía el turno de tarde, se había retrasado, y él no podía dejar la biblioteca sola.

-Siento la espera- dijo cuando se acercó a la mesa.

-Tenemos que dejar de vernos así. Mi economía no me lo permite- dijo Elías.
Sus tres amigos le miraron. Tomás y Elías eran los que, económicamente hablando, lo pasaban peor para llegar a fin de mes. Pero estaban en un restaurante donde el menú del día costaba nueve euros, así que se sorprendieron cuando Elías se quejó del gasto que estaba haciendo. Él se apresuró a comentar por qué lo decía. Había tenido tres citas con Laura y él había pagado todos los gastos. Las tres veces. No le había dicho nada a ella por miedo a que se enfadara, pero no podía seguir así.

-Es que este mes ya me he pulido más de medio sueldo- dijo.

Y es que las tres veces que habían salido, Elías la había llevado a buenos restaurantes con la intención de sorprenderla y agradarla. Quería que notara que de verdad le importaba. Pero pensó que Laura tendría la delicadeza de sugerir que pagaran a medias. Evidentemente, se equivocó.

-Pero ella sabe a qué te dedicas ¿no?- dijo Tomás.

Elías esbozó una sonrisa forzada que sugería que no estaba siendo del todo sincero con sus amigos. Después de que le presionaran recordándole el trato que habían hecho, Elías confesó que se le había ocurrido contar una pequeña mentirijilla. En lugar de decirle que trabajaba como teleoperador, le contó que era el jefe de la plantilla y que supervisaba a los coordinadores de los trabajadores.

-Tampoco es para tanto ¿no?- dijo Elías.

-Claro que sí. Es como si le hubieras dicho que vives en un ático en lugar de en un pequeño estudio- dijo Tomás.

-Aunque viviera en un chalet en La Moraleja, ella tendría que haber pagado su mitad- dijo César- Mucho rollo feminista pero al final es el tío el que siempre acaba pagando. ¿Dónde está el dinero de esas mujeres independientes que han conseguido igualarse al hombre después de muchos años de machismo?

-Supongo que a las mujeres les gusta ese tipo de detalles- sugirió Samuel.

-¡Pero es injusto!- dijo Elías.

-Pero es así- dijo Tomás- Las mujeres se maquillan y los hombres pagan la cena.
Samuel se fue a su casa pensando en lo que había dicho Tomás. A pesar de tantos años de lucha feminista, las mujeres aún tenían el deber de estar radiantes en las citas y los hombres de demostrar su alto poder adquisitivo o, en ambos casos, aparentarlo. Pero parecía que las mujeres habían avanzado en aquel peligroso terreno y los hombres se habían quedado estancados. Cuando llegó al portal de su casa, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Justo cuando iba a entrar, una mujer salía del rellano con intención de salir a la calle. Samuel esperó pacientemente a que saliera para entrar él, pero la mujer se paró poco antes de llegar a la puerta. Se quedó mirando a Samuel con cara de pocos amigos. Durante unos breves instantes, ambos se quedaron muy quietos, observándose. Al final, la mujer se decidió y salió a la calle, no sin antes girarse hacia Samuel.

-No necesito que un hombre me ceda el paso. Esos tiempos terminaron- dijo antes de marcharse.

Samuel se dio cuenta de que la mujer había interpretado su gesto, no como una señal de educación, sino como una galantería masculina de antaño. En cuanto se recuperó de la sorpresa inicial, se dio cuenta de que los hombres lo tenían muy difícil. Ninguno sabía a qué atenerse. Puede que algunas quisieran que las invitaras a cenar pero otras te castrarían con la mirada si se te ocurría pagar la cuenta. ¿Qué podía hacer un hombre para saber cuál era la mejor opción?
Mientras tanto, Tomás quedó con Pablo. Desde que César les había presentado, se habían visto un par de veces. Tomás no tenía ni idea de adónde iba a llegar aquello, ya que se llevaban siete años, pero le gustaba. Por lo general, no le gustaba relacionarse íntimamente con gente tan joven, pero en el caso de Pablo hizo una excepción. Además, aún no se había acostado con él, lo que significaba que tal vez quisiera llegar a algo más que a un simple polvo. Primero fueron a tomarse un café a un sitio íntimo del barrio de Chueca donde poder hablar tranquilamente. A pesar de su juventud, Pablo tenía una conversación de alguien que había vivido muchas experiencias y que había sacado provecho de todas ellas. Tomás no pudo evitar colocarse a su lado y besarle. Más tarde, compraron unas entradas para el cine y vieron una película. Mientras Pablo guardaba el asiento, Tomás fue a comprar un paquete de palomitas y un par de refrescos. Ya de noche, ambos decidieron ir a cenar a un restaurante cercano. Cuando terminaron, Tomás pidió la cuenta.

-Pago yo- dijo Pablo.

-Ni hablar- dijo Tomás colocando su tarjeta y su DNI en la pequeña bandejita que sostenía el camarero.

Dos minutos más tarde, Tomás firmó el recibo y ambos salieron a la oscuridad de la noche, paliada por el alumbrado público que flanqueaba las aceras. El actor se dio cuenta de que Pablo no había dicho nada desde que habían salido y, a pesar de que él sacaba temas de conversación, el muchacho se limitaba a contestar con monosílabos sin mirarle siquiera.

-¿Va todo bien?- dijo Tomás.

Pablo negó con la cabeza. Luego, se llevó la mano a la frente y suspiró. Se detuvo en medio de la calle y se giró hacia Tomás.

-Esto no va a funcionar- dijo de repente.

Tomás no entendía a qué se refería. Él había tenido la sensación de que todo marchaba sobre ruedas, que lo estaban pasando muy bien y que, cuanto más conocía a Pablo, más le gustaba.

-No entiendo. Creía que te gustaba.

-Sí, pero eso era antes de que me trataras como si fuera una mujer- dijo Pablo.
Tomás entrecerró los ojos intentando recordar cuándo había pasado eso pero no lo conseguía.

-No te entiendo.

-Todas las veces que nos hemos visto has pagado todo: el café, el cine, las palomitas, la cena... Soy un hombre independiente que espera llegar alto en la vida y no necesito que me traten con esa cortesía fingida del que quiere echar un polvo- dijo Pablo.

-Sólo trataba de ser amable. No era una excusa para llevarte a la cama- dijo Tomás atónito.

-Entonces es que consideras que no tengo dinero porque trabajo como becario, ¿es eso?

Tomás no sabía qué responder. Quería conocer a Pablo y la manera de hacerlo era saliendo a tomar algo o cenando por ahí. Claro que se le había ocurrido que tal vez no tuviera dinero para gastárselo en todas aquellas citas, pero no había pagado para humillarle.

-No sé qué decir. No era mi intención ofenderte.

-Demasiado tarde- dijo Pablo.

Y se fue. Tomás se quedó allí plantado sin entender qué había hecho mal. Entonces comprendió que tal vez las mujeres esperaban que los hombres pagaran la cena, pero entre hombres había un conflicto de poder. Aunque no había sido su intención, inconscientemente se había colocado por encima de Pablo, y esa demostración implícita de poder le había dejado sólo en medio de la calle.
Por otra parte, César había decidido que aquella noche se acostaría con alguien, así que fue a un bar a tomarse una copa. Mientras daba pequeños sorbos, ojeaba a las mujeres del local. Una de ellas, que estaba sentada al otro lado de la barra, le sonrió. César tenía demasiada experiencia como para no saber que aquel gesto era una invitación tácita para acercarse. Se sentó a su lado y le ofreció invitarla a otra copa. Ella aceptó con la cabeza y, mientras él llamaba la atención del camarero, la mujer no le quitaba ojo. A lo largo de los años César había desarrollado la facultad de mirar de reojo sin que nadie se diera cuenta. Sabía que si una mujer le miraba cuando creía que no había peligro era que las posibilidades de acabar en la cama eran muy altas. Sonrió para sus adentros porque supo que aquella noche tendría sexo. Estuvieron hablando un rato sobre banalidades antes de que César le ofreciera irse a su casa. La mujer, que se llamaba Sofía, cogió su bolso para sacar la cartera, pero César se lo impidió. Ella sonrió complacida y se levantó del asiento. Después de la conversación que habían tenido sus amigos y él sobre la cuestión de las invitaciones, César se dio cuenta de que era una muy buena manera de agasajar a una mujer, a pesar de que en la comida había opinado todo lo contrario.
Subieron a su casa. César propuso tomar una última copa, más por protocolo que porque quisiera, pero Sofía se acercó a él y le besó. Después de una señal tan clara, César aparcó los preámbulos y desabrochó el vestido de la mujer mientras la guiaba hasta la cama. Se recostaron y el publicista le quitó el sujetador, dejando al aire unos pechos turgentes que enseguida catalogó como operados. Pero no le importaba. Luego siguió bajando hacia el pubis y deslizó las braguitas por los muslos de Sofía mientras le besaba en el vientre. De repente, notó que algo duro le tocaba el pecho. Miró hacia abajo y vio un pene donde debía haber una vagina. Fue tal el susto que dio un respingo y se cayó de la cama.

-Pero, ¿qué coño...?- dijo mientras se incorporaba.

-No hay coño cariño... Aún no- dijo Sofía.

El horror que reflejaba su cara le confirmó a Sofía que aquel atractivo hombre no tenía ni idea de que ella también lo era en su entrepierna. Se levantó y se vistió mientras se lamentaba de su mala suerte.

-Una pena. Nadie había sido tan caballero conmigo- dijo Sofía antes de irse.
César se fue al baño y abrió el grifo del lavabo. Mientras se frotaba la cara con agua pensó que, aunque había mujeres que luchaban por la igualdad, muchas otras pensaban que las señales de caballerosidad no sólo las hacía sentirse más deseadas, sino que también les afirmaba en su feminidad.

Mientras César se lavaba la cara, Elías se envalentonó y le dijo a Laura que, aunque le gustaba mucho, no podía seguir corriendo con los gastos de las citas que tenían. Le contó que le había mentido, que no trabajaba como supervisor, sino que era un simple teleoperador.

-Es que quería impresionarte- dijo Elías.

Laura resopló y miró fijamente a Elías a los ojos, haciendo que éste se sintiera incómodo.

-No me importa que seas teleoperador- dijo ella.

Elías sonrió. Fue a besarla, dando por hecho que ya estaba todo aclarado, cuando notó que la mano derecha de Laura se posó sobre sus labios, deteniéndole.
-Pero si me importa que me hayas mentido. Me hubieras gustado igual aunque hubiéramos cenado una pizza y la hubiéramos pagado a medias- dijo antes de darse media vuelta e irse.

Elías chasqueó la lengua y también se giró para largarse de allí, pero lo pensó mejor y se dio la vuelta. A riesgo de quedar como un hombre desesperado, le pegó un grito a Laura preguntándole qué querían las mujeres.

-¿Qué quieren los hombres?- dijo ella encogiéndose de hombros.

Elías se quedó pensando en la respuesta. ¿Hubiera aceptado él que una mujer le hubiera mentido y le pagara todas las citas? Probablemente no. Se dio cuenta de que el error estaba en intentar agradar al otro a toda costa. No importaba si eras un hombre o una mujer, cuando te gustaba alguien había que sacar todas las armas posibles para que se fijara en ti. Uno de los recursos habituales en los hombres era su posición socio-económica. ¿Habían acabado las mujeres con aquel recurso o seguían atraídas por él?

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